UN HÉROE OLVIDADO. El director del Colegio ordenó que los alumnos se retiraran a sus casas. Se sabía que ese día, 13 de septiembre de 1847, los norteamericanos asaltarían el Castillo y que habría muchos muertos y heridos. Siendo ellos menores de edad, no podía hacerse responsable ante sus padres de cualquier tragedia que pudiera suceder. El comandante de cadetes reunió en el patio a sus alumnos y transmitió la orden del director. Pero ellos no se retiraron. Pensaron que abandonar el puesto era como desertar. Sintieron que su deber era defender a la patria en ese último y apartado reducto que era su Colegio. El comandante dijo entonces que podrían quedarselos que quisieran hacerlo y pidió dar un paso al frente a los voluntarios. Nadie dudó. Los cincuenta cadetes habían decidido quedarse y dieron el paso decisivo. Desde una ventana del piso superior, el General Mariano Monterde, director del Colegio Militar, contempló la escena sin poder contener su emoción. Cuando rompieron filas para ir a ocupar sus puestos de combate, los cadetes se abrazaron deseándose suerte y se encomendaron a Dios y a la Virgen de Guadalupe. Fueron destinados a la parte superior del Castillo como medida de protección, donde se confiaba que el enemigo tardaría más en llegar. Mientras tanto, el General Nicolás Bravo, veterano héroe de la Independencia, apostó a sus ochocientos hombres en la ladera del cerro, distribuyéndolos para impedir el paso del enemigo. Fue una batalla feroz. Los soldados norteamericanos tuvieron que batirse cuerpo a cuerpo con los mexicanos a punta de bayonetas. Cuando los invasores llegaron finalmente a las puertas del Castillo, sufrieron las descargas que desde los dormitorios les dirigieron los cadetes. Pero la marea de soldados avanzó incontenible y obligó a los muchachos a replegarse hasta el último rincón. Algunos trataron de escapar saltando por las ventanas para huir por la ladera del cerro, pero fueron abatidos. Una bala hirió en el rostro a uno de los cadetes que desde la azotea disparaba con gran puntería. Cayó al suelo en medio de un charco de sangre. Cuando un soldado se disponía rematarlo con la bayoneta, un oficial americano que había admirado su valor, lo impidió. Recogió al muchacho y lo entregó al hospital, donde fue atendido como prisionero de guerra. El joven se llamaba Miguel Miramón, tenía quince años, y tiempo después llegaría a ser un brillante general y el Presidente más joven en la historia de México. Con información de: Horacio Puchet |